viernes, 17 de abril de 2009

Constitución y aborto

Escrito por: EDUARDO JORGE PRATS (e.jorge@jorgeprats.com)


Gran polémica ha generado la iniciativa de algunos legisladores, apoyada por organizaciones de mujeres y del sector salud, respecto a legalizar la interrupción voluntaria del embarazo y eliminar la penalización de ésta en ciertos casos, lo cual ha suscitado un abierto rechazo de la jerarquía católica, dirigentes políticos, personalidades y medios de comunicación, todo ello teniendo como trasfondo la inminente discusión por parte de la asamblea revisora del Artículo 30 del proyecto de Constitución, el cual consagra que “el derecho a la vida es inviolable desde la concepción hasta la muerte”.

Ante todo, es preciso indicar que la consagración constitucional de la inviolabilidad de la vida desde el momento de la concepción no debe entenderse como una exigencia al Estado de que la protección del derecho a la vida se ejecute siempre a través del Derecho penal. Este principio puede perfectamente coexistir con la despenalización del aborto para ciertos supuestos (peligro de muerte para la madre, violación, etc.) del mismo modo que con la penalización del mismo en todas las circunstancias como en el actual ordenamiento jurídico dominicano. Los derechos no son absolutos e incluso el derecho a la vida tiene sus límites como lo explica el hecho de que el Código Penal permite matar en legítima defensa y ello no contraviene el mandato constitucional de la inviolabilidad de la vida.

El Derecho no puede exigir héroes. Ya lo confirma la Corte Constitucional de Colombia: “el Estado no puede obligar a un particular, en este caso la mujer embarazada, a asumir sacrificios heroicos y a ofrendar sus propios derechos en beneficios de terceros o del interés general. Una obligación de esta magnitud es inexigible, aun cuando el embarazo sea resultado de un acto consentido, máxime cuando existe el deber constitucional en cabeza de toda persona de adoptar medidas para el cuidado de la propia salud”.

Pero más aún. El aborto es una cuestión controvertida y es claro que, como señala Rodolfo Vásquez, “el Estado no debe, ante asuntos controvertidos, imponer alguna concepción determinada por la vía de la penalización”. Como afirma Luis Villoro, “lo que está en litigio no es si el aborto es bueno o malo moralmente, sino si debe o no ser penalizado por el poder estatal (…) Penalizar el aborto implica conceder al Estado el privilegio exclusivo de decidir sobre un asunto moral y atentar contra los derechos de las mujeres para imponerles su criterio.

Despenalizar el aborto no implica justificarlo moralmente, menos aún fomentarlo. Implica solo respetar la autonomía de cada individuo para decidir sobre su vida, respetar tanto a quien juzga que el aborto es un crimen como a quien juzga lo contrario”. Hay que sacar el aborto del Código Penal (que no evita los abortos ni tampoco las muertes y enfermedades de las mujeres que abortan en condiciones sanitarias inadecuadas) y reglamentarlo en las leyes de salud.

No es conveniente tampoco hacer de la penalización del aborto ni del derecho al aborto una exigencia constitucional. El fundamentalismo constitucional, el extremismo propio de la teología política, no pueden ser acogidos en un Estado democrático en donde el legislador tiene el derecho a exigir “que se mantengan abiertas las posibilidades de ejercitar su derecho a contribuir políticamente a la formación del ordenamiento jurídico” (Zagrebelsky). La Constitución debe callar frente a lo que nos enfrenta y dejar para el futuro de la deliberación legislativa y política el conflicto inherente a lo que nos divide.

Lo anterior no significa que el aborto sea moral o inmoral sino que el debate sobre su moralidad o inmoralidad debe reservarse a las conciencias individuales, a la academia y a las iglesias. Tampoco significa que se abogue por una biopolítica en la que el concebido, en tanto no deseado, es un enemigo a quien hay que excluir de protección jurídica: por eso, entendemos que el aborto solo debe permitirse en ciertos y excepcionales supuestos y no como método de control de la natalidad. Lo que decimos sencillamente es que la Constitución no admite mujeres ni hombres sin dignidad y esta dignidad queda sacrificada en el momento en que la mujer deviene en simple objeto por estarle prohibido decidir sobre su cuerpo y sobre su futuro.